¿Quién espera que al doblar la esquina de los treinta te encuentres con la pesada broma de un diagnóstico de cáncer?, ¿quién puede anunciar que criando a tu hijo recién nacido el destino te arrincone en la sala de espera de urgencias?, ¿quién merece una traición de tu propio cuerpo? Nadie sabe nada, nadie dice nada, pero yo me di cuenta de que la parca afilaba su guadaña al final del pasillo del hospital. Tres horas de espera, tres horas de ansiedad y un mensaje nítido y afilado: “Será mejor que el lunes volváis para realizar el ingreso. Hay que sacar eso de la tripa cuanto antes”. Y claro que se sacó: dos kilos y medio de tumor como un gran boto rosáceo sobre una bandeja de acero inoxidable.
Luego, siguieron los días de espera hasta la confirmación de la anatomía patológica. Yo ya lo sabía. Anda, que no me había adelantado a lo peor para sufrir con premeditada anticipación lo que nos preparaba el futuro. Durante esos días yo lloraba mucho, pero daba igual, mi hijo lloraba más sintiendo que su madre estaba tendida en una cama, esperando, velando armas. Lo que yo no sabía era la valentía y entereza que me iba a arrastrar tras el diagnóstico. No era mi valor, ese lo había dejado remachado en el despacho del médico de urgencias. Era la pasión de mi alma gemela la que me mantenía en pie tras el primer gotero de cisplatino, tras la terquedad de los neutrófilos a subir, tras los vómitos, tras el peine lleno de cabellos caídos, tan caídos como mi vida, desagüándose en un torbellino de ansiedad.
A mí siempre me entraba un gigantesco cólico de desazón al llegar la tercera semana de cada ciclo. Pero ella me miraba y me hablaba de cómo íbamos a llevar a nuestro hijo al parque, a la piscina, a la feria. Y acertó. El otoño pasó lleno de los baches de las revisiones mensuales, y el siguiente verano se estrenó con un nuevo flequillo. Las uvas de cada fin de año sabían a triunfo. David ha crecido y ha pasado por la escuela primaria y hoy sigue en el instituto. Su madre le ha traído a este mundo. Y a mí también me ha mostrado la razón de existir. Yo no creo en Dios, ella sí. Será por eso por lo que a mí me ha tocado jugar desde la grada.
Me he comido las uñas ante cualquier dolor inesperado de Elena, pero he tenido el privilegio de observar en primera fila el milagro y la transformación de una mujer en una MUJER. Yo soy afectado por cáncer de ovario, y mi hijo David también. Y Miguel y Carmen y Sara, y tantas personas que han cruzado su mirada con Elena. Todos hemos recibido de vuelta su presencia y su valor.
Y desde aquel jueves del mes de febrero todos hemos trabajado para recuperar con creces lo que el cáncer nos arrebató. Para Elena fueron sus ovarios y un costoso trajinar en el camino de la esperanza. A mí se me llevó la certeza y la fe. Ahora nos toca perseverar para que día a día disfrutemos de Elena, de su rabia y su entrega para seguir estando con nosotros. Ni David ni yo hemos podido sentir tan de cerca el aliento de la muerte, pero hemos aprendido de Elena a deshacernos de la amargura y a brillar con luz propia en el anochecer.
Este cáncer no ha sido una bendición, no vamos a dar gracias por haber pasado por este sinuoso trance, pero sí que se convirtió, sin avisar, en nuestra mejor oportunidad para decidir seguir queriéndonos.